El instructor de Mindfulness Eduard Miquel

Eduard Miquel

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Mi hija tiene 12 años. Este curso es su primer año de instituto. El otro día llegó de clase haciéndome saber que habían tenido en el aula la visita de una persona hablándoles de educación emocional. ¡Eh, interesante! -me dije. Pero mi sed de curiosidad se topó con un coto vedado al paso. Mis preguntas recibieron por respuesta un «no quiero hablar contigo de este tema» y un «no tengo nada que contar». Venga, a pesar de insistir, no había más que hablar. ¡Qué insolencia!, pensé enojado ¡Con lo cariñoso que había sido mi acercamiento! ¿Cómo me acompaño con mindfulness cuando vivo situaciones que activan emociones aflictivas?

De entrada hay que ser astutos y ver cómo las emociones aparecen con suficiente poder para eclipsar la atención. En mi caso, la atención quedó totalmente copada por la respuesta de mi hija, sopesando y validando:

  1. Una justificación por mi amistosa aproximación.
  2. El lamento por el ladrido recibido como respuesta.
  3. La exigencia de un comportamiento más amable por su parte.

Las trampas del diálogo interno

Sin embargo, en la medida en que la atención queda atrapada al justificar y corregir la situación vivida, analizándola y dándole vueltas, la emoción no hace sino reverberar, de tal modo que, a través del diálogo interno con uno mismo, estoy acentuando el efecto que produce la emoción. En mi caso, el enfado, acompañado de pensamientos como «¿Qué se ha creído?» y “¡Eso no puede ser!”. Y así la alteración va hinchándose más y más. Una irritación en la que se vislumbran chispas a punto de saltar.

Por el contrario, si conduzco deliberadamente la atención hacia la forma en que estoy viviendo la situación, se abren nuevas posibilidades. Es como crear un espacio entre la agitación que genera la emoción y la capacidad de razonar. Un espacio mínimo, pero muy valioso, que permita minimizar la irritación y males mayores. Es necesaria una acción deliberada para conseguirlo, ya que por inercia la atención queda totalmente adherida a la emoción y la cadena de pensamientos que ésta provoca.

Esto implica intentar dejar en un segundo plano lo que está pasando y preguntarse por cómo lo estás viviendo. Preguntarse no tanto por cómo puedo solucionar la cuestión, sino por darse cuenta de cómo la estás viviendo internamente. ¿Qué emoción se ha activado? ¿Dónde y cómo la siente el cuerpo? ¿Qué me veo impulsado a decir y hacer?

Radiografía de la experiencia

Esto me permite hacer una rápida radiografía de la experiencia y ahuyentar momentáneamente la atención de las justificaciones, quejas y lamentos. Se cera así una pequeña burbuja en medio del incendio emocional. Una pequeña burbuja que puede ser suficiente para desembragar la cadena de reproches y conductas impulsivas que están a punto de activarse.

Además, esta radiografía de cuerpo y pensamiento permite comprensiones algo más profundas, algo más allá de si la respuesta de mi hija es o no pertinente, o si tiene derecho o no a hablarme así. En mi caso, permitió darme cuenta de que en realidad estaba enojado porque dentro de mí se había desmenuzado algo: la idea de que mi hija es todavía una niña pequeña y que encuentra en su padre la confidencia (¿Con quién sino?) ¡Quizás algunos clichés mentales están caducando a marchas forzadas y hay que actualizarlos y pronto!

Así que la gestión que hago de la atención cuando se activa una emoción aflictiva determinará mi capacidad para acotar la alteración que ésta provoca y, al mismo tiempo, para indagar qué se esconde más allá. Para aprender, para extraer lecturas valiosas para uno mismo. Una capacidad que se cultiva y fortalece a través del entrenamiento de la mente con mindfulness. ¿Y cómo acompaño con mindfulness cuando los demás viven emociones aflictivas?

Necesidad de socorro

Cuando algún ser querido se ve inmerso en emociones difíciles que le remueven, sentimos la necesidad de salir a socorrerle. El impulso es legítimo y dice mucho a favor de nuestra capacidad empática. Sin embargo, es necesario estar atentos a cómo lo hacemos.

Aportaciones del estilo “No te preocupes, todo irá bien” o bien recomendaciones como “Anímate, haz esto y verás lo bien que te sientes”, pueden ser contraproducentes. A pesar de que nacen desde la mejor de las intenciones. Porque no dan valor a lo que el otro siente. Porque menosprecian la aflicción que el otro vive en ese momento.

Es fundamental reconocer la experiencia del otro. Reconocer lo que ahora hay, lo que ahora el otro está experimentando. Nadie se convence de nada si antes no se siente reconocido. Sentirse visto y acogido puede ser la mejor de las medicinas. Hay que prestarle atención, porque el impulso inicial a menudo se dirige a corregir, a mitigar, a rehuir lo doloroso. Es normal, duele. Pero en realidad, la simple escucha atenta, dando espacio y permitiendo la experiencia que el otro afirma sentir puede ser mucho más reparador.

El arte de reconocer

Y en el arte de reconocer, el reflejo es seguramente su mejor destreza. Reflejo es la capacidad de hacer de espejo. De devolver al otro lo que dice. Evidencia que le estoy escuchando. Y muestra que lo estoy comprendiendo. Sin juicios ni diagnósticos ni prescripciones. Con total apertura. Reflejo significa saber destilar las 2 o 3 palabras clave que el otro utiliza y repetirlas.

Nada más. Es tan simple como milagroso. Y funciona de forma tan eficaz que incluso el FBI reconoce aplicarlo en interlocuciones límite. Chris Voss, ex jefe de negociaciones en secuestros con rehenes, así lo afirma: “De todo el arsenal de habilidades para la negociación con rehenes que tiene el FBI, el reflejo es la que más se asemeja a un truco mental Jedi. Es sencillo y, sin embargo, misteriosamente eficaz” (‘Rompe la barrera del no. 9 principios para negociar como si te fuera la vida en ello’, editorial Conecta).

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